Nuestra
sociedad patriarcal ha sido sucumbida por esa eterna autoflagelación provocada
por la despiadada crítica destructiva, muchas veces nos comportamos
como jueces desalmados con los demás e inclusive con nosotros mismos. Nos
encanta mostrar nuestro inconformismo con todo; hablamos mal de lo que no
conocemos, somos felices apuntando con el dedo y nos llena de total
regocijo ver la caída del otro para complacer nuestro instinto carroñero.
Competimos con el otro acerca de nuestros triunfos y nuestros éxitos para luego
aplaudir a nuestro ego engañado y subestimar la inmanencia ajena.
Nos comportamos
como espectadores de los errores ajenos como si buscáramos constantemente
un palco en el escenario de la vida para contemplar con plenitud
cualquier caída del otro. Lo más inquietante del asunto no es tanto esa
necesidad carnívora y carroñera, lo más preocupante es esa autodestrucción que
estamos interponiendo; atacamos constantemente nuestra figura humana para
obedecer ridículos estándares de belleza, vivimos comparándonos con los demás y
nos encanta hablar mal de nuestro propio territorio.
Amo de manera
descomunal a mi patria tricolor, hago parte de esa minoría que aún tiene
la fuerte convicción de que algún día la tormenta finalizará y que la bruma
disipará para abrir paso a la tan necesitada paz. También debo decir que amo
con bastante fuerza a mi tierra cafetera, a mi Quindío del alma y a mi
Armenia de mi corazón. Es por esto que me indigna tanto lamento, tanta
reclamación, tanta indignación y tanta injuria por parte de mis coterráneos,
los cuyabros.
Armenia es una
ciudad milagrosa, es un paraíso de extremo a extremo capaz de brindar miles de
satisfacciones tanto a visitantes como residentes. Considero que el concepto de
ser un buen ciudadano ha sido devaluado a través del tiempo, nos hemos
convertido en seres autómatas que responden mediante estímulos pasivos y que
sin ninguna gracia ejecutan tareas sin alma alguna. Este sin duda alguna ha
sido un mal que ha invadido nuestra idiosincrasia actualmente, ¿Por qué olvidar
esa humildad y generosidad tan característica de nuestros ancestros campesinos?
¿Por qué no volver a lo básico? ¿Por qué no volver a aquellos tiempos donde
amábamos nuestra tierra donde con orgullo decíamos ser provenientes de tierras
cafeteras y presumíamos de tener el mejor café del mundo? Creo que volver a
esos tiempos es ahora vital, ya que nuestra ciudad necesita de ese empuje y ese
espíritu trabajador tan propio de los arrieros, es necesario tener sentido de
pertenencia para construir desde los cimientos a esta tierra tan prometedora ¿Qué
clase de ciudad es capaz de ofrecer naturaleza paisajística en medio del
concreto? ¿Qué clase de ciudad es capaz de brindar tanta calidez humana a
sus ciudadanos?
Mi invitación es a que olvidemos tanta queja y
tanto lamento, Armenia es la tierra prometida, un paraíso para vivir y por lo
tanto debemos tener sentido de pertenencia, recordemos que no se habla mal de
lo que se quiere, vendamos una idea de Armenia próspera, una ciudad la cual
tanto extranjeros como nacionales mueran por conocer.